sábado, 18 de septiembre de 2010

María en América: vida, dulzura y esperanza nuestra



En aquella mañana de mayo, la plaza tomaba lentamente su ritmo habitual. Sus senderos los surcaban unos pocos trabajadores apurados y dos o tres grupos de niños con guardapolvos. Ninguno de ellos se percataba de la singular escena que se daba en uno de sus bancos. Un hombre de edad avanzada y un joven, manteniendo un diálogo pausado, casi sin palabras. El mayor con la lentitud de quien es dueño del tiempo, el joven con la tensión entre el respeto por el ritmo ajeno y el apuro de saber que sus compañeros lo esperan al otro lado de la plaza. La edad del hombre sería imposible de adivinar, sus ojos pacíficos estaban casi escondidos por las arrugas de un rostro moreno, que a su vez estaba todo cubierto por una indómita barba. El gorro de lana seguramente cubría una cabellera permanentemente despeinada. Las frazadas y algunos bultos diseminados a su alrededor denunciaban a las claras que había pasado la noche –y varias noches- allí. El muchacho se había acercado a conversar con él para invitarlo a un viaje a Luján. El colectivo lo esperaba en la esquina, lo llevarían a visitar a la Virgen a su casa, pasarían el día allí, comerían un asado, y luego lo traerían de vuelta a su plaza. Podía llevar todas sus pertenencias. La respuesta se hacía esperar, la conversación –siempre pausada- derivaba a otros temas: el frío, la belleza de la plaza y cosas por el estilo. Sólo Dios sabe qué pasa por la cabeza de un hombre acostumbrado a recibir golpes al que se le presenta un desconocido que –aduciendo buenas intenciones- lo invita a un subir a un vehículo para llevárselo lejos. Sólo Dios sabe qué cuerda tiene que tocar en un espíritu para engendrar la confianza. Un largo silencio precedió el remate que ya se hacía inminente. Con la mirada perdida, casi entre susurros dijo: "Yo no conocí a mi padre ni a mi madre, a la única que conocí fue a la Virgen", y lentamente empezó a juntar las cosas para el viaje.
Esta historia apenas nos permite atisbar una punta del iceberg que representa el amor entre la Virgen y sus hijos más pobres de América Latina. Son incontables quienes entre los grandes sufrimientos de la pobreza encuentran su único consuelo en el amor maternal de María. Anécdotas de este tipo, fruto del trabajo pastoral entre los más pobres, fecundan estas reflexiones teológicas y las vivifican. Serían como una música de fondo, o mejor: como una foto, que dice más que la radiografía, pero que necesita de esta última para un conocimiento más cabal.
Ya hemos intentado en un artículo anterior (Vida Pastoral 286) bucear entre las raíces históricas de este intenso amor entre la Virgen y el pueblo latinoamericano. Allí descubríamos que la devoción mariana de grandes mayorías de latinoamericanos no es un fenómeno superficial, sino que está fuertemente enraizada en su identidad histórica. En el tintero quedó la presentación de algunos planteos que nos pueden ayudar a comprender y acompañar pastoralmente esta presencia de María en el corazón de nuestro pueblo.
En esta ocasión trataremos de presentar dos aspectos de esta mariología vivida por el pueblo que solía explicar el padre Tello. En primer lugar diremos algo acerca de la significación teológica que encierra una de las devociones más populares en América Latina: la Inmaculada Concepción. Este teólogo cree que el pueblo es profundamente realista en cuanto a la presencia del pecado en su vida, por eso pone fervientemente sus ojos en la Inmaculada, aquella inocente a la que el mal no pudo manchar. En ella encuentra consuelo ante el dolor que causan las heridas del pecado y recupera la inocencia perdida.
Luego trataremos sobre la unidad indisoluble que hay entre Jesucristo y su Madre. Intentaremos presentar una explicación teológica que muestra que las intensas expresiones de cariño a la Virgen que se dan entre los más pobres no son fruto de una fe deformada por marianitis sino que brotan de una verdad mariológica claramente vivida por ellos. Cristo nos dejó a María como madre nuestra, y está tan unido a ella que puede decirse –en sana doctrina católica- que Cristo sólo no existe. Pensar que el hombre puede llegar a Dios uniéndose a un Cristo aislado de María es caer en un falso cristocentrismo. Este prejuicio se ha extendido mucho entre los agentes de pastoral, tal vez por una sutil influencia de la mentalidad protestante. Nuestro pueblo es ajeno a estas discusiones teológicas pero sabe que la Virgen está estrechamente unida a Dios y que al amar a la Virgen está amando a Dios.
Antes de internarnos en el núcleo del artículo hagamos una aclaración de términos. Podrá notar el lector que utilizamos las expresiones pueblo y pobres casi de modo intercambiable. No lo hacemos porque entendamos que sólo los pobres componen el pueblo, sino porque creemos que es verdad lo que dice Puebla cuando enseña que a nuestro pueblo latinoamericano lo caracteriza una cultura que tiene un "real sustrato católico" (412), que está "impregnada de fe" (413) y que se encuentra "de un modo más vivo y articulador de toda la existencia en los sectores pobres" (414). Es lo que algunos teólogos -como Gera y Tello entre otros- han formulado sapiencialmente al decir que los pobres son el corazón del pueblo.

El misterio de la Inmaculada: fuente de misericordia.

La mayor parte de las advocaciones marianas con las que se evangelizó América Latina corresponden a imágenes de la Inmaculada Concepción. La Virgen de Guadalupe es la Inmaculada, del mismo modo que la Virgen de Luján, la del Valle y la de Itatí.
Esto tiene sus motivos históricos. Aun cuando todavía no había sido declarado el dogma de la Inmaculada Concepción (se decretó en 1854), en España era muy fuerte esta devoción. En el siglo XVI, mientras en Europa se discutía esta doctrina mariológica, en la península ibérica era aceptada entusiastamente, especialmente por franciscanos y jesuitas. Aún más, se propaga entre los fieles y las órdenes religiosas el votum sanguinis, que consiste en comprometerse bajo juramento a defender la doctrina de la Inmaculada Concepción hasta derramar la sangre. Esta España fervientemente inmaculista es la que trajo a nuestras tierras la fe cristiana.
Pero detrás de este dato histórico, hay un contenido teológico muy importante. El misterio de la Inmaculada Concepción nos recuerda el especial privilegio que Dios quiso concederle a María, que fue preservada de la deformación del pecado. La Inmaculada es la máxima expresión humana de la inocencia. El arte barroco lo expresa muy bien, son famosas las pinturas de Esteban Murillo (1617-1682) que presentan a la Inmaculada como una jovencita, radiante por su pureza. Por supuesto que María es sin pecado durante toda su vida, tanto de niña, como al pie de la cruz o en el momento de pasar de este mundo al Padre. A pesar de esto, para representar el misterio de su Inmaculada Concepción se la pinta joven y candorosa, como envuelta en la luz sobrenatural que irradia la plenitud de su gracia, vestida de blanco y cubierta por un manto celeste. Su actitud es de tensión hacia lo alto, se la ve en un movimiento ascensional hacia Dios que resalta la gracilidad de su inocencia, la inocencia de la que no conoció pecado. Además, María en América es siempre jovencita, "Niña mía" la llama Juan Diego.
Esto mismo explicaba Tello en una charla coloquial con algunos sacerdotes: "Cuando Santo Tomás quiere decir qué es virgen dice: es la frescura juvenil; un prado virgen… Es como un prado verde lleno de frescura, de un verdor que no ha sido quemado por el sol. La virginidad para Santo Tomás es el frescor de una vida y es la juventud de una vida. A través de eso va a expresar la virginidad. Y creo que en la Escritura es eso la virginidad… La Inmaculada es la inocencia que aparece juvenil, fresca" (Desgrabación del Encuentro sobre la "Civilización del Amor" en Tapalqué, 14 al 16/2/1977, inédito, en adelante: Tapalqué).
Los hombres y mujeres de nuestro pueblo pobre perciben hondamente esta inocencia absoluta de la Inmaculada. Se saben profundamente pecadores, se sienten gastados por las heridas del pecado, y encuentran consuelo en la que no conoció pecado. Son como un terreno quemado por el sol que anhela la bendición de la nube cargada de agua (cfr. 1Re 18,44).
Claramente queda esto expuesto en un escrito fruto de la charla que antes citábamos: "Nuestro pueblo se sabe y se siente pecador, culpable y digno de castigo. Se sabe pecador como condición propia de su vida, y por eso mira a María. Y mirando a María, invocándole en el 'Ave María purísima' reencuentra la inocencia juvenil que sabe que no tiene. Y vive así su fe, sintiéndose en ella redimido, salvado de su pecado. Y a veces nosotros no llegamos a captar esto, y nos escandalizamos del pueblo, o pretendemos disimularlo; sin darnos cuenta que es más humilde y realista, reconoce su condición pecadora y por eso mismo se goza en profesar su fe en la Inmaculada" (R. Tello, "María Estrella de la evangelización" en Seguimos caminando: aproximación socio-histórica teológica y pastoral de la caminata juvenil a Luján, p.147, en adelante: Estrella).
Pastoralmente esto tiene muchas consecuencias, la vida moderna tiende a perder el sentido del pecado, incluso los pastores muchas veces nos resistimos a ver la presencia del pecado en nuestra gente. La mirada benévola que nos inspira la caridad pastoral puede hacernos caer en la tentación de un romanticismo populista que se encandile con los valores evangélicos de los ambientes populares y olvide sus sombras. En cambio el pueblo es más realista, y porque se siente muy pecador tiene muy presente a la Inmaculada. Desde el barro del pecado eleva sus ojos a la pureza de la Madre Purísima y en Ella de algún modo encuentra consuelo, recupera algo de su inocencia. Al confiarse en la "Reina y Madre de misericordia" el pueblo halla la pureza perdida, esto es profundamente cristiano y de esto se trata la redención: recomponernos de las heridas del pecado y recuperar la inocencia.
Por otra parte, la Inmaculada es también la llena de gracia, la mujer llena del amor de Dios, la que enamora a Dios. Como un artista, que obra inspirado por el amor de una mujer, así Dios obra la creación y la redención enamorado de María. La liturgia aplica a María las palabras de Prov 8,22: "la sabiduría estaba al principio con Dios y jugaba con Dios". Ella está no sólo al principio de la redención, sino también al principio de la creación, inspirado en Ella Dios crea la belleza de la naturaleza. En su graciosa belleza "todo un Dios se recrea". "Nuestro pueblo ve que por la mediación de María la Inmaculada, la llena de gracia, la toda bella, toda la creación está como amasada en el amor de Dios. El amor de Dios se extiende a la creación, a la criatura, a la naturaleza a través del amor a María" (Tapalqué, 9).
Para concluir este apartado, digamos que la Virgen como mujer nos hace más cercano a Dios. Nuestra gente sabe que Dios es Padre y un Padre creador, pero la figura del padre en nuestro horizonte cultural está ligada a la idea de autoridad, de dominio. Esta figura se vincula fácilmente a la noción de señor. Esto hace que se pueda sentir algo lejano a un Dios que es Padre. En cambio la imagen de la madre remite a la ternura, a la comprensión, al cariño, a la accesibilidad, en definitiva a la cercanía. Para Tello, "es Ella la que hace más cercana y benigna la figura de Dios Padre en la gente. El pueblo que se sabe pecador recurre a la ternura de la mujer amada por Dios, y ella, 'vida, dulzura y esperanza nuestra', mueve el corazón de Dios acercándolo a sus hijos. En esta visión, oraciones tradicionales de la Iglesia como la 'Salve' encierran una riqueza siempre actual" (Estrella, 147).
María, entonces, es la Mamita Virgen que nos hace cercana, suave, accesible la figura de Dios Padre, nos muestra el rostro maternal de Dios. A través de su mirada de Madre se derrama toda la ternura del amor de Dios. Ella es la mujer que mueve el corazón de Dios, lo acerca a sus hijos, es la que de algún modo hace de puente. Esta es una verdad que ha calado hondo en el alma del pueblo latinoamericano que le pide fervientemente: "vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos".

María y Cristo son "uno"

Como venimos diciendo, la devoción a María se expresa intensamente en nuestras tierras. Al contemplar tanto fervor mariano, no faltan quienes creen que el hecho de que las mayores manifestaciones de cariño y devoción sean hacia María es un indicador de que hay una fe "deformada", que le da más valor a la Madre de Dios que al mismo Dios. Como si en la fe vivida por el pueblo hubiera una preeminencia mariana inadecuada, que lleva a rendirle a María un culto de idolatría.
Rafael Tello meditó profundamente sobre esta cuestión. Él no creía que este afecto del pueblo por la Virgen estuviera fuera de quicio. Más bien veía que el pueblo, al amarla tan intensamente estaba mostrando que percibía –por gracia de Dios seguramente- una verdad de fe muy importante: la
Virgen
María está indisolublemente unida a Cristo. Para el pueblo, Cristo solo no existe, como tampoco existe la Madre separada del Hijo. Esto es algo doctrinalmente ortodoxo y que no siempre entienden quienes juzgan que el pueblo ama "excesivamente" a la Virgen.
En varias oportunidades, explicaba teológicamente como es esa unión indisoluble entre la Madre y el Hijo. Este teólogo sostiene que para la tradición de la Iglesia, Cristo y María son "uno". Por supuesto que mantiene que son personas distintísimas (una es creada y la otra increada) y que de ningún modo esta unidad debe entenderse como una unidad ontológica (ni menos aun como una unión hipostática). Aún así, Cristo se ha unido a todos los hombres, que son miembros suyos, es unum con su Iglesia (cfr. Jn 17,21). En primer lugar, de modo eminente, se ha unido a la Virgen María, la llena de gracia, que fue "enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular" (LG 56).
Parte de esta explicación tiene un fuerte argumento de autoridad. En 1854 Pio IX declara el dogma de la Inmaculada Concepción con la bula Ineffabilis Deus. Allí enseña que Dios estableció "con el mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría". En una conversación del año 2000 en la que Tello comentaba esta bula papal decía: "Esto significa lo siguiente: que cuando Dios mira a Cristo y determina que Cristo exista, en el mismo momento, en el mismo acto intelectual con que lo ve y lo determina a Cristo, la ve y la determina a la Virgen. (Habría mucho que explicar sobre esto). Cristo no existe en la mente de Dios, que es el modo principal de existir, sin la Virgen. Cristo lo que es, es según la concepción de Dios. Todo lo que es Cristo, es lo que Dios ha concebido y ha querido para Cristo. Y Dios ha concebido a Cristo junto con María. Por eso yo digo esa fórmula: Cristo no existe sin María. No existe en la mente de Dios. No existe el concepto mismo de Cristo Ungido como Mediador sin María."
Dios mismo la ideó a María y la quiso unida a Cristo de modo estrechísimo e indisoluble. Y el hombre no ha de separar lo que Dios ha unido. Esta unidad tan fuerte entre Cristo y María es lo que el pueblo conoce -sin atinar a formularlo- y expresa en sus devociones marianas. Ese "Dios y la Virgen"
siempre a flor de labios en nuestro pueblo es un signo elocuente de esto.
Un segundo argumento es más especulativo. Parte de considerar que Cristo y María son el fin de la vida del hombre. Para ello explica que Dios es la bienaventuranza eterna, la salvación misma. Y Cristo, que es Dios y hombre, en cuanto Dios es término de nuestra salvación y en cuanto hombre es medio, agente, autor de nuestra salvación. La segunda persona de la Trinidad se hace hombre "por una ligazón libremente asumida, pero irrevocable e indestructible y en adelante eterna, con la Virgen María, Madre del Verbo" (R. Tello, "La fe", en El cristianismo popular según las virtudes teologales, inédito, 1996, n° 107). Tanto es así, que la Iglesia venera a María como Madre del mismo Dios. Frente a quienes decían que la Virgen era sólo madre de Jesús como hombre (Christo-tokos o anthropo-tokos) y no de Dios, el Concilio de Éfeso en el año 431 enseña que a María propiamente se la puede llamar Theo-tokos, que significa Madre de Dios. Su relación de maternidad no es sólo con la naturaleza humana de Cristo, sino también con la persona divina del Hijo. Esta relación hace que Ella esté real y profundamente unida a una persona divina que es término de nuestra vida, que es nuestra salvación misma.
"A Cristo le fue dada por el Padre la salvación, para que Él, Dios-hombre, sea la salvación misma y para que Él la realice. Pero con Cristo y siendo 'uno' con Él, puso a la Virgen para que sea también parte de la salvación y para que sea parte en su realización, ella es participadamente término y medio" (R. Tello, Amor al prójimo, inédito, 1994, n° 87).
En su gran amor a María, nuestro pueblo la ve junto a Dios, "como formando parte del complejo divino que da el sentido último de la vida del hombre" (ibid, n° 89). Además, también la percibe como "medio excelso y singular de salvación, pues la madre no abandona a sus hijos y está siempre con ellos" (ibid, n° 89).
Esta interpretación de la viva devoción mariana de los más humildes de nuestra tierra es la que lo lleva a Tello a afirmar que "la posición de nuestro pueblo con respecto a la Virgen -a la que ve siempre del lado de Dios a quien con razón considera principio y fin o término de la vida- es pues plenamente ortodoxa y en cierta manera es más verdadera que otras posiciones que también se dan en la Iglesia y que consideran a la Virgen prácticamente sólo como medio para la salvación" (ibid, n° 89).

Riqueza de la mariología vivida por el pueblo

A modo de cierre presentemos una bella intuición del teólogo que venimos siguiendo.
Todos sabemos que ningún hombre puede comprender totalmente a Dios. Tampoco ningún pueblo puede hacerlo. En estos dos mil años de historia, cada pueblo que fue recibiendo el evangelio lo fue viviendo según sus modos culturales y fue descubriendo distintos aspectos del mismo. En este proceso, la Iglesia se va enriqueciendo y conociendo nuevos aspectos de la Revelación que ya estaban implícitos desde los comienzos. Esto no siempre se da pacíficamente, los Hechos de los apóstoles nos muestran de modo patente la conmoción que produjo para la iglesia judeocristiana la aparición de una iglesia de los gentiles, y también las innumerables riquezas que eso le trajo.
En esta línea, Tello sostiene que el cristianismo popular americano trajo a la Iglesia una ampliación del conocimiento y la sabiduría de las cosas de Dios. Entre las nuevas vetas del evangelio que supo encontrar el cristianismo popular se encuentra su relación con la Virgen. Lo que el pueblo sabe de María, no es sólo lo que recibió de la Iglesia española, sino que también la fue conociendo de un modo nuevo y más profundo –por obra del Espíritu Santo- en estos cinco siglos de amorosa relación con Ella.
Todo lo tratado en estos dos artículos intenta ser una mirada hacia esa riqueza que nuestro pueblo aporta a la Iglesia universal para ayudar a encontrar acciones pastorales que la fecunden y la hagan más viva. Ante esta realidad, los agentes de pastoral podemos negarla y combatirla, como los judaizantes de los Hechos que desconocían la obra de Dios entre los gentiles. O podemos ayudarla a desplegarse, afirmando a nuestro pueblo que sabe –no racionalmente sino sápidamente, por sabiduría- que la Virgen es el medio más cercano para ir a hacia Dios y que el cristiano es de la Virgen; como lo decía apasionadamente el fiel esclavo de la Virgen de Luján: Soy de la Virgen, nomás.


Enrique Ciro Bianchi.

 

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