domingo, 3 de abril de 2011

No anteponer nada al amor del pobre sino el amor de Cristo, del cual deriva

Hay imágenes de nuestra infancia que permanecen grabadas de un modo indeleble en nuestro espíritu. Algunas refieren a acontecimientos significativos de nuestras vidas, pero hay otras absolutamente triviales que sin embargo resisten tenaces desafiando al olvido. Voy a contar una que sale a mi encuentro con cierta frecuencia. Es una breve escena de una película de Sandrini, de esas en blanco y negro que daban los domingos por la tarde. Este conocido actor personificaba a un cura muy pintoresco, que intentaba convencer a un empresario inescrupuloso para que no quite su apoyo a un hogar de niños pobres. En un momento, la insistencia era tanta que el rico explota y dice: “¡Los pobres! ¡Los pobres! ¡Tienen toda la Biblia a favor de ellos! ¿Qué más quieren?”.

Es fuerte la frase, sintetiza y corrompe una verdad profunda, tal vez por eso no es fácil de olvidar. Se asemeja al cinismo profético de Caifás, que para condenar a muerte a Jesús dijo: “es necesario que un hombre muera por el pueblo” (Jn 11,50). Ambas afirmaciones tocan nervios centrales del mensaje cristiano. El sumo sacerdote dice que la muerte de un hombre puede salvar al pueblo, pero se niega a reconocer en Jesús al Salvador. Al moderno Epulón no le interesa que la enseñanza de Cristo influya en su conducta, pero reconoce que éste nos reveló que el corazón de Dios ama a los pobres con una especial predilección.

El Dios de los pobres

Son muchos los testimonios bíblicos de esta preferencia divina. No es este el momento para presentar un elenco detallado, pero nombraremos algunos que vienen fácilmente a la memoria de cualquier lector familiarizado con la Sagrada Escritura. Comencemos por recordar que para salvarnos Dios no sólo se hizo hombre, también “se hizo pobre” (2Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está signado por la pobreza. Esta salvación vino a nosotros a través del de una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en los suburbios de un gran imperio. El Salvador no nació en un palacio rodeado de atenciones. Ni siquiera en una humilde habitación. Nació entre animales, como lo hacían los hijos de los más pobres. Fue presentado en el Templo ofreciendo dos pichones de palomas. Ésta era la ofrenda de los pobres, de quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lev 5,7). Creció en un hogar de trabajadores y trabajó con sus manos para ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar el Reino lo seguían multitudes de desposeídos. En ellos estaba el signo de que Él era el verdadero Mesías: “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar el evangelio a los pobres” (Lc 4, 18). A la muchedumbre cargada de dolor, de sufrimiento, agobiada de pobreza, les dijo que Dios los tenía en el centro de su corazón: “¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!” (Lc 6, 20). Con ellos se identificó: “Tuve hambre y me diste de comer”, y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cfr. Mt 25, 35s). En el momento de su pasión, se hizo pobre hasta el extremo. No sólo sin dinero, no tuvo ningún poder mundano. Fue juzgado y condenado injustamente. En esa hora tan difícil, sus verdades fueron –como dice Martín Fierro de las razones de los pobres- “campanas de palo”.

Podrían llenarse muchas páginas con testimonios de la Sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia sobre la centralidad de los pobres en el plan divino. No es esa la intención de este artículo. Más bien nos proponemos presentar algunas reflexiones sobre las implicancias que trae esta preferencia divina para nuestra vida de fe. Sobre todo mirada desde América Latina, donde los pobres se cuentan por millones y en su gran mayoría son hijos de la Iglesia por el bautismo. Más específicamente, nos detendremos en algunas consideraciones teológicas que hace Rafael Tello, un teólogo argentino de quien se dijo que “nadie se acercó teológicamente al pobre como él” (Víctor Fernández, “El padre Rafael Tello: una interpelación todavía no escuchada”, Vida Pastoral 236, [página]).

La Iglesia hace una opción por los pobres.

Como consecuencia del amor singular que Dios muestra hacia los pobres la Iglesia hizo una opción de preferencia por ellos. El Concilio Vaticano II ofrece el clima propicio para que afloren verdades tan viejas y tan nuevas como ésta. Se proclama, por ejemplo, que la Iglesia para comunicar a los hombre los frutos de la salvación quiere seguir –a ejemplo de Cristo- el camino de la pobreza y que “reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo” (LG 8).

Esto se vuelve a decir con acento latinoamericano en Medellín y en Puebla. Allí, los obispos deliberan teniendo ante sus ojos la “miseria que margina a grandes grupos humanos […] que como hecho colectivo es una injusticia que clama al cielo” (Med Jus, 1.1), y “las tremendas injusticias sociales existentes en América Latina [que] mantienen a la mayoría de nuestros pobres en una dolorosa pobreza, que en muchísimos casos llega a ser inhumana miseria” (Med Pobr, 1.1). En ese contexto proclaman que la Iglesia latinoamericana quiere hacer una “clara y profética opción preferencial y solidaria por los pobres” (DP 1134).

Juan Pablo II toma decididamente esta bandera y –rodeado del Episcopado latinoamericano- le dice a los desposeídos de toda la América oprimida: “En este momento solemne deseo reafirmar que el Papa, la Iglesia y su Jerarquía, quieren seguir presentes en la causa del pobre” (Homilía durante la misa por la evangelización de los pueblos, Santo Domingo, 11/10/1984, 5 [en adelante HSD]). En Sollicitudo rei Socialis hace extensiva esta opción para toda la Iglesia y la describe como una “forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia” (SRS 42). Más aun, en Novo Millennio Ineunte afirma que la Iglesia se juega su fidelidad a Cristo en concentrar su amor en los pobres. Allí interpreta el pasaje de Mt 25, 35 (“tuve hambre y me diste de comer”) no sólo como una invitación a practicar obras de misericordia, sino como una “página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo. Sobre esta página, la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia” (NMI 49).

También Benedicto XVI proclamó esta opción pisando suelo americano. Al inaugurar la Conferencia de Aparecida remarcaba la raíz teologal de la misma: “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (citado en Aparecida 392).

La opción por los pobres y nuestro tiempo.

Así como esta opción se vive entre pobres concretos, también se da en una historia determinada. En nuestro continente, el marco histórico vivido en las décadas del 60 y del 70 influyó decididamente en la forma en que la Iglesia buscaría concretar esta opción evangélica. Por esos años irrumpió la conciencia de lo escandalosa e inhumana que resulta la brecha entre ricos y pobres. Grandes cantidades de jóvenes forjaron sus sueños teniendo como norte la liberación de los pobres de las estructuras injustas que los oprimen. Algunos desde su fe en Cristo, pero otros desde cosmovisiones no cristianas. La opción por los humildes no fue patrimonio exclusivo de la Iglesia, ésta tomó muchas formas. Las fronteras entre las motivaciones evangélicas y las ideológicas eran muy difusas y por momentos la urgencia por una justicia tan largamente esperada podía opacar la riqueza cristiana de esta búsqueda. A esto se sumó la dolorosa violencia fratricida que extremó algunas posturas y aumentó las desconfianzas.

Tal vez por ese pasado -aun reciente- desde algunos sectores de la Iglesia se observa con cierto recelo todo trabajo con los pobres que sea más que la mera ayuda material. A pesar de que en la doctrina cristiana está claramente fundamentada y urgida esta preferencia, no faltan los que huelen un tufillo ideológico entre las banderas de los pobres.

No obstante, parece que en nuestra Patria Grande estamos viviendo una nueva etapa que puede ser un punto de inflexión a este respecto. Entrando a la segunda década del siglo XXI, poco a poco las heridas del pasado se van cerrando y amanecen nuevos tiempos. Esta nueva hora se presenta propicia para dejar atrás las desconfianzas y volver a contemplar sinceramente el misterio divino encerrado en la vida de los pobres. La Iglesia, como Cristo, ha sido enviada “a evangelizar a los pobres” (Lc 4, 18) y en la medida que es fiel a esa misión se encuentra con la fuerza más viva de sus entrañas. Siempre está llamada a renovarse volcando sus energías en poner en el centro a quien está tirado al borde del camino. El siglo XXI le presenta un sinfín de desafíos que sólo podrá enfrentar revestida del poder de un Dios que eligió hacerse frágil y con la sabiduría de quien “eligió lo que el mundo considera necio” (1Co 1,27).

Rafael Tello: No anteponer nada al amor del pobre…

En este contexto, un pensamiento teológico sólido y profundamente evangélico como el del padre Tello puede ser una rica veta a explotar para que los cristianos nos enriquezcamos contemplando el rostro de Cristo en los humildes. Su propuesta teológica y pastoral está transida por la centralidad del pobre en el plan divino. Dice en uno de sus escritos: “No se puede anteponer nada al amor del pobre sino el amor de Cristo, del cual deriva” (Tello, Anexo XVIII a Epístola apostólica sobre el jubileo del año 2000, inédito, 1995). Tal vez esta frase de sabor benedictino sea una buena síntesis de la radicalidad evangélica con la que entendía Tello el amor a los pobres. Es claro que en su planteo la preferencia debida a los pobres no se funda en motivos ideológicos ni sociológicos, sino que hunde sus raíces en razones teológicas. Cristo nos revela que los pobres ocupan un lugar central en el corazón de Dios y es ese amor preferencial de Dios lo que inspira la elección por estos predilectos del Señor. La Iglesia opta por los pobres porque Dios optó por los pobres.

Con esto tampoco cae en el extremo de espiritualizar la pobreza. Afirma sin ambages que los destinatarios de esta opción son aquellos que son socialmente considerados pobres y que esta preferencia incluye el compromiso por renovar las estructuras que los excluyen. Aunque la escandalosa desigualdad social no sea el fundamento último de esta opción, la lucha por un orden social más justo es una de las formas de concretizarla. Además, contemplar la vida de los postergados y encontrar un misterio divino en ella no significa que se esté canonizando la pobreza material. Ésta es un mal físico, como lo es la cruz, y si bien a ambas Dios puede disponerlas para la obtención de un bien mayor, al hombre le corresponde luchar para sobreponerse a estos sufrimientos. Los cristianos debemos acompañar esta lucha de muchas maneras. La construcción de una sociedad en que los pobres puedan vivir felices es una tarea siempre pendiente.

Una aclaración que vale la pena en este punto: el hecho de que se trate de pobres concretos no impide que pueda vérselos con un criterio teológico antes que sociológico. Así como los enfermos que curaba Jesús eran enfermos según la consideración médica y nadie sostiene que las curaciones eran un hecho médico.

Este teólogo entiende que la opción preferencial por los pobres presenta dos aspectos. Por un lado, se trata de que los necesitados sean objeto de la misericordia de los cristianos, de que la Iglesia –impulsada por este amor de preferencia hacia ellos- destine sus mejores recursos a atenderlos. En este sentido se la presenta generalmente y su aceptación no provoca mayores problemas, aunque muchas veces –como reconocen los obispos en Aparecida- “corre el riesgo de quedarse en un plano teórico o meramente emotivo, sin verdadera incidencia en nuestros comportamientos y en nuestras decisiones” (Aparecida 397).

Pero esta opción a la que invita el magisterio de la Iglesia presenta otro rasgo más importante, que toca más profundamente el corazón de la revelación divina. Se trata de aceptar la centralidad del pobre tal como la presenta el Evangelio. Reconocer a los pobres como verdaderos constructores del Reino. Dios es “el Dios de todos, pero otorga su primera misericordia a los desposeídos de este mundo” (Juan Pablo II, HSD, 5). Son los pobres los primeros amados por Dios y llamados a la Iglesia.

Así entendida, la opción por los pobres no consiste primeramente en ayudarlos, sino en aceptar que por los pobres se va a fundar y establecer el Reino de Dios. Comentando el pasaje de Lucas que dice “cuando des un banquete invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos” (Lc 14,13) se pregunta: “¿Nos damos cuenta de lo que sería esa reunión con tales comensales pobres, lisiados, paralíticos, ciegos, etc.? Pues eso es lo que Cristo quiere para su Iglesia. Y lo quiere urgiéndolo: ´recorre enseguida las plazas y las calles de la ciudad y trae aquí a los pobres´ (Lc 14, 21)” (Tello, La nueva evangelización, 96).

De este modo, Tello “llega hasta el fondo de lo que significa optar por el pobre; porque no se limita a invitar a la promoción social de los pobres, ni a promover una tarea evangelizadora entre ellos” (Víctor Fernández, “Con los pobres hasta el fondo. El pensamiento teológico de Rafael Tello”, Proyecto 36, 6).

Desde esta perspectiva, la opción por los humildes se trata esencialmente de que la Iglesia reconozca la primacía del pobre en el plan de salvación tal como lo presenta la Biblia: “La Iglesia es así. La Iglesia es la Esposa, el Cuerpo de Cristo, y es la Iglesia de Dios, y es la Iglesia de los pobres primeramente, no exclusivamente, porque a ella han sido llamados y para ella amados (y aun, en cierto modo, preferidos) primero pero no exclusivamente, como de muchas maneras lo atestigua la Sagrada Escritura” (Tello, La nueva evangelización, 41).

Buscando la raíz última de esta preferencia divina, Tello afirma que –según la revelación de Cristo- la redención llega a todos a través de los pobres. Dios salva por Cristo hecho pobre y muerto en la cruz. La pasión redentora del Salvador continúa en los murientes de hoy. Ellos son los primeros salvados y desde ellos se derrama la salvación a todos: “La salvación se opera ante todo en favor de los pobres y, consecuentemente, para todos” (Tello, La nueva evangelización, 34).

En los pobres está Cristo sufriendo por nosotros. Bien lo entendía una santa de nuestro tiempo: “Necesitamos la profundidad de los ojos de la fe para ver a Cristo en el cuerpo roto y en los vestidos sucios, bajo los cuales se esconde el más bello de los hijos de los hombres” (Teresa de Calcuta, Tú me das el Amor, 126). Clavados en su cruz cotidiana, colaboran con la redención completando la pasión de Cristo. Él vivió pobre y desde su condición de pobre realizó su obra de misericordia, redención y liberación. Y quiso completar su pasión en el tiempo a través de los pobres, haciéndolos cooperadores de la salvación. Esto toma especial relevancia en nuestro pueblo, donde la mayoría de los más humildes son bautizados y por tanto son miembros de Cristo y se hallan identificados con Él. Así como Dios eligió salvarnos del pecado y de la muerte por medio de su Hijo muerto en una cruz, hoy sigue derramando su salvación a través de otros hijos sujetos a la cruz que son los pobres.

Al contemplarlos, sin exageración se puede decir de ellos lo que anticipaba Isaías del Salvador: “despreciados, desechados por los hombres, abrumados de dolores y habituados al sufrimiento, seres ante los cuales se aparta el rostro, tenidos por nada… detenidos y juzgados injustamente, sin que nadie se preocupe de su suerte” (cfr. Is 52-53). Ellos participan de la cruz de Cristo y en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Aun sin saberlo –como el pagano Ciro no sabía que había sido elegido por Dios para liberar a Israel- con su vida pobre y sufrida colaboran con la liberación que Cristo nos trajo a todos.

No hay que pensar que este modo de entender la centralidad de los pobres en el designio divino excluye a quienes no son pobres. Siguiendo a Puebla, que enseña que la opción por los pobres “no debe ser exclusiva ni excluyente” (DP 1145), Tello entiende esta opción en el marco de una pastoral popular que es para todos: pobres y no pobres. Aun así, es claro que en la expresión “opción preferencial pero no exclusiva” el acento debe ponerse en el primer término y no en el segundo. Leer esta frase y detenerse en el “no exclusiva” pasando por alto el “preferencial” no parece hacer justicia al sentido de la afirmación. La solicitud maternal de la Iglesia debe manifestarse a todos sus hijos, pero hay que salvaguardar esto sin diluir una opción real por el pobre concreto.

Tello lo explica claramente: “La opción por los pobres ha de ser no exclusiva ni excluyente. Pero siendo tal ha de ser juntamente preferencial y no sólo según la acción de beneficencia externa sino también y principalmente según el afecto, es decir la caridad interna, por la cual ‘es necesario amar a un prójimo más que a otro’ (ST II–II, q26, a6), por Dios que ama también preferencialmente a unos, al pobre, cuyo Corazón la Iglesia lo conoce muy bien pues el mismo Dios se lo ha revelado” (Tello, Nota (f): La opción por los pobres, inédito, 20-21).

En los pobres la Iglesia se encuentra con su Fundador, por eso esta preferencia “lejos de oponerse a la universalidad de la misión constituye el camino evangélico por excelencia para realizarla” (ibíd., 23). Desde esta perspectiva, “el principal camino evangélico para llegar a todos no parte de los desarrollados y ricos para extenderse por la comunicación de bienes hasta los pobres, sino más bien al contrario se concentra en estos sedientos de dignidad y libertad para desde ellos abarcar a todos” (ibíd., 24).

Poniendo el ejemplo del amor que se vive en torno al lecho de un enfermo, explica con llaneza cómo puede amarse a todos pero manteniendo la preferencia por el más débil: “Si se acompaña a un enfermo amado se puede acompañar y alentar a los que cuidan del enfermo, pero no porque cuidan de él, sino por ellos mismos. El cuidado y aliento se concentra en el enfermo y de allí se derrama a los demás. Tal vez serían amados aunque no existiera el enfermo, pero al existir él y con ocasión de él, el amor se acrecienta, se colorea y se derrama más abundantemente sobre los otros. Algo así debe ocurrir con la preferencia por los pobres” (Tello, La nueva evangelización, 40).

Si bien ésta es una opción de toda la Iglesia, esto no quita que algunos miembros “haciendo suya la opción de la Iglesia toda, puedan elegir trabajar sobre partes no pobres del conjunto social” (Tello, Nota (f): La opción por los pobres, 27). Aun así, sea cual fuere la función apostólica de cada uno, la preferencia por el pobre debe teñir la vida pastoral de la Iglesia. Tello sostiene que –paradójicamente- no se trata de una opción optativa. Es como la opción por Cristo, si bien la hace cada persona desde su libertad se trata de una elección obligatoria para el cristiano: “la opción requiere libertad física y psicológica pero no necesariamente libertad moral, es decir no-obligatoriedad moral; así lo esencial de la vida cristiana es la opción por Cristo, la cual es opción real y obligatoria, que se renueva -a veces más expresa y solemnemente- en diversas circunstancias, del mismo modo la opción de la Iglesia por los pobres es moralmente obligatoria, y es verdadera opción, renovada expresamente en ocasiones” (ibíd., 13).

Conclusión

A modo de breve recapitulación, digamos que auscultando los sentimientos divinos en la Escritura y en toda la Tradición de la Iglesia encontramos que los pobres ocupan un lugar de privilegio en el corazón de Cristo. Él, varón de dolores, salvó al mundo por su sufrimiento redentor y los eligió para unirlos más a sí y continuar su redención a través de sus vidas cruciformes.

Los cristianos, llamados a tener los mismos sentimientos de Cristo, también estamos llamados a poner a los pobres en el centro de nuestro corazón. Nuestra fe cristológica nos impulsa a amarlos preferencialmente. Éste es el fundamento de la opción por ellos que hace la Iglesia, que busca en los humildes, en los despreciados, en los murientes, a un Dios que –como decía el cura Brochero- “es como los piojos: está en todas partes, pero está más cerca de los pobres” (E. Bischoff, El cura Brochero, 167).

Enrique Ciro Bianchi

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