viernes, 18 de noviembre de 2011

El Sínodo sobre la Nueva Evangelización y la Iglesia latinoamericana

“¡Ay de mí si no evangelizara!” (1Co 9,16) escribe San Pablo apasionado por anunciar y Cristo y su mensaje de amor. Con esa misma inspiración, Pablo VI en Evangelii Nuntiandi enseña que “evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (EN 14). La razón de ser de la Iglesia es comunicar el amor de Dios que se hace hombre en Jesucristo, quien con su muerte y resurrección nos libera del poder del pecado y de la muerte. Todos los esfuerzos de la Iglesia, todas sus instituciones (parroquias, movimientos, colegios, etc.) toman sentido en la medida en que se orientan a hacer presente el amor de Dios en el mundo.
Juan Pablo II, queriendo suscitar un nuevo fervor misionero, llama a la Iglesia a una Nueva Evangelización, que debe ser “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión” (Discurso al CELAM en Haití, 9/3/1983). No se trata de “re-evangelizar” prescindiendo de lo que ya se hizo, sino de “una evangelización que continúe y complete la obra de los primeros evangelizadores” (Homilía en Santo Domingo, 12/10/1984). Ese llamado, que fue hecho primeramente para las Iglesias de América Latina, luego se extendió a toda la Iglesia. Dice la exhortación post-sinodal Christifideles Laici:
“La Iglesia tiene que dar hoy un gran paso adelante en su evangelización; debe entrar en una nueva etapa histórica de su dinamismo misionero. […] Las llamadas Iglesias más jóvenes necesitan la fuerza de las antiguas, mientras que éstas tienen necesidad del testimonio y del empuje de las más jóvenes, de tal modo que cada Iglesia se beneficie de las riquezas de las otras Iglesias” (ChL 35).
Ya concluida la primera década del tercer milenio, Benedicto XVI vuelve a impulsar esa intuición renovadora de su predecesor dando dos pasos fundamentales en ese sentido. El 21 de septiembre de 2010 crea un dicasterio ad hoc: el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización. Y el 24 de octubre de 2010 decide dedicar la próxima Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos –a celebrarse en octubre de 2012– a reflexionar sobre La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana.

¿Qué podemos aportar al Sínodo?

Ante la inminencia de este evento, cabe preguntarnos: ¿Cuál es el aporte específico que puede hacer la Iglesia latinoamericana a esta Asamblea que buscará “examinar la situación actual en las Iglesias particulares, para implementar […] nuevos modos y expresiones de la Buena Noticia”? (Lineamenta, prefacio). Los Lineamenta para la preparación del Sínodo invitan a las Iglesias particulares a preguntarse: “¿Qué ejercicios de discernimiento histórico sería útil compartir en el seno de la catolicidad de la Iglesia?” (Ibíd. 4,2). En otras palabras, de todas las riquezas que Dios desplegó en la Iglesia universal, ¿cuáles son las que se destacan especialmente en la vida de nuestro pueblo fiel y que merezcan ser comunicadas a las otras Iglesias para ser tenidas en cuenta en la Nueva Evangelización?
Un cauce para la reflexión nos abren las recientes palabras del presidente del Pontificio Consejo para la promoción de la Nueva Evangelización, el arzobispo Rino Fisichella, en el Encuentro internacional con delegados de Conferencias Episcopales y de “realidades eclesiales”. En su discurso inaugural, propuso que el cambio de perspectiva de la Nueva Evangelización, se da si pasamos de la “misión al pueblo” a un “pueblo en misión” (“Il passaggio dalla ‘missione al popolo’ a il ‘popolo in missione’ deve far comprendere il cambiamento di prospettiva che muove la nuova evangelizzazione”, Oss Rom, 16/10/2011).
En la Iglesia Argentina, esta “perspectiva” tiene hondas raíces, tanto en su magisterio episcopal como en la materialización de acciones pastorales con distinta raigambre en nuestra vida eclesial y en escenarios históricos diversos. En efecto, ya el Documento de San Miguel decía en las Conclusiones del capítulo VI sobre la religiosidad popular:
“Que la Iglesia ha de discernir acerca de su acción liberadora o salvífica desde la perspectiva del pueblo y de sus intereses, pues por ser éste sujeto y agente de la historia humana, que ‘está vinculada íntimamente a la historia de la salvación’ (Medellín, Mensaje a los pueblo latinoamericanos), los signos de los tiempos se hacen presentes y descifrables en los acontecimientos propios de ese mismo pueblo o que a él afectan” (VI,4).
Y también: “Que por tanto la acción de la Iglesia no debe ser solamente orientada hacia el pueblo, sino también, y principalmente, desde el pueblo mismo….” (VI,5).
Más recientemente, en Navega mar adentro el episcopado argentino afirma con llaneza que todo el pueblo cristiano debe ser protagonista de la Nueva Evangelización y que para ello la fuerza evangelizadora de la religiosidad popular es elemento clave:
“Reconocemos el potencial misionero de todo el pueblo bautizado como protagonista, no sólo destinatario, de la Nueva Evangelización. Para ello, es de primera importancia atender a la religiosidad de nuestro pueblo, no sólo asumiéndola como objeto de evangelización sino también, por estar ya en alguna medida evangelizada, como fuerza activamente evangelizadora. Valoramos y queremos acompañar el actuar misionero espontáneo y habitual del pueblo de Dios. Hay una búsqueda de Dios que se percibe en las manifestaciones de la piedad popular, que otorga identidad cultural a nuestro pueblo y es transmisora de verdadera fe católica” (NMA 76).
En el mismo sentido se han expresado a nivel continental las tres últimas Conferencias del CELAM. En ellas se enseña que la cadena de transmisión de esa evangelización que hace el pueblo es –sobre todo– su arraigada piedad popular. De la cual dijo Benedicto XVI al inaugurar la Conferencia de Aparecida que es el “precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina” (DA 258).

América Latina es una originalidad histórico-cultural

Desde esta perspectiva, parece adecuado proponer el tema de la piedad popular como un elemento original de nuestras Iglesias particulares para ofrecer a la Iglesia toda. De hecho, algo similar ya ocurrió en 1992 durante la redacción del Catecismo de la Iglesia Católica. En este importante texto de la Iglesia universal, a la hora de valorar teológicamente la piedad popular se asumen explícitamente elementos de la teología latinoamericana plasmados en el Documento de Puebla (cfr. CCE 1674-1676).
La piedad popular latinoamericana tiene hondas raíces en la vida de nuestro pueblo. Viene desde los tiempos de la primera evangelización de nuestro continente. Según Aparecida “es parte de una ‘originalidad histórica cultural’ de los pobres de este continente, y fruto de ‘una síntesis entre las culturas y la fe cristiana’” (DA 264).
Esta idea, de que la fe cristiana al encarnarse en el nuevo pueblo de América Latina encontró formas originales de expresarse, está reflejada en Puebla cuando afirma que “el Evangelio encarnado en nuestros pueblos los congrega en una originalidad histórico-cultural que llamamos América Latina” (DP 446). En nuestras tierras, durante cinco siglos se gestó un modo original de vivir la fe cristiana que Aparecida considera una verdadera espiritualidad popular o mística popular:
“La llamamos espiritualidad popular. Es decir, una espiritualidad cristiana que, siendo un encuentro personal con el Señor, integra mucho lo corpóreo, lo sensible, lo simbólico, y las necesidades más concretas de las personas. Es una espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos, que no por eso es menos espiritual, sino que lo es de otra manera” (DA 263). Se trata de un camino propio por donde el Espíritu Santo ha llevado a millones de latinoamericanos y del cual pueden esperarse muchos frutos en orden a una Nueva Evangelización (más datos sobre la espiritualidad popular en Aparecida en: E. Bianchi, Vida Pastoral 282, El tesoro escondido de Aparecida: la espiritualidad popular).
Una Nueva Evangelización que –como pedía Juan Pablo II– “continúe y complete la obra de los primeros evangelizadores” encuentra en la piedad popular un “imprescindible punto de partida para conseguir que la fe del pueblo madure y se haga más fecunda” (Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia, 64. Cfr. DA 262).

La espiritualidad popular es una fuerza activamente evangelizadora

En la piedad popular latinoamericana –enseña Benedicto XVI- “la fe se ha hecho carne y sangre”, y “a través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común” (Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Comisión Pontificia para América Latina, 8/4/2011). 
De aquí el inmenso potencial evangelizador que subyace en esta espiritualidad de nuestro pueblo y que podemos aprovechar en esta Nueva Evangelización. Puebla lo explica con claridad: “La religiosidad popular no solamente es objeto de evangelización sino que, en cuanto contiene encarnada la Palabra de Dios, es una forma activa con la cual el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo” (DP 450).
También llama a “descubrir el potencial evangelizador de los pobres” (DP 1147; LPNE 59) ya que este modo latinoamericano de vivir la fe se conserva “de un modo más vivo y articulador de toda la existencia en los sectores pobres” (DP 414).
En la misma línea se expresan los obispos reunidos en la V Conferencia de Aparecida cuando la presentan como una fuerza evangelizadora:
“La piedad popular es una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros, donde se recogen las más hondas vibraciones de la América profunda. […] En el ambiente de secularización que viven nuestros pueblos, sigue siendo una poderosa confesión del Dios vivo que actúa en la historia y un canal de transmisión de la fe. […] El participar en manifestaciones de la piedad popular […] es en sí mismo un gesto evangelizador por el cual el pueblo cristiano se evangeliza a sí mismo y cumple la vocación misionera de la Iglesia” (DA 264).
En este modo de vivir la fe de nuestros pobres, la Madre del Señor tiene un protagonismo especial. En su rostro moreno “encuentran la ternura y el amor de Dios” (DA 265) y “ven reflejado el mensaje esencial del Evangelio” (ibíd.). Este amor a la Virgen que tiene el pueblo latinoamericano “ha sido capaz de fundir las historias latinoamericanas diversas en una historia compartida” (DA 43). Ella es quien –desde los más pobres– reúne a sus hijos e “integra a nuestros pueblos en torno a Jesucristo” (DA 265). Ella los atrae y los lleva a Cristo desde los incontables santuarios marianos de nuestro continente: “La decisión de partir hacia el santuario ya es una confesión de fe, el caminar es un verdadero canto de esperanza, y la llegada es un encuentro de amor. La mirada del peregrino se deposita sobre una imagen que simboliza la ternura y la cercanía de Dios […] Un breve instante condensa una viva experiencia espiritual” (DA 259).
Por supuesto que estos documentos magisteriales no entienden esta evangelización que hace el pueblo como si fuera un mecanismo rígido y fatal del que la Iglesia sólo deba ser un espectador inerte. La evangelización popular es algo vital, es la fe que un pueblo transmite a sus nuevas generaciones al propagar una actitud cristiana ante la vida y la muerte. La piedad popular es –repitiendo palabras de Benedicto XVI- “la fe hecha carne y sangre” y un pueblo cristiano suscita fe en la medida en que engendra carne y sangre.
La Iglesia, lejos de ser un convidado de piedra, siempre está llamada a fecundar y fortalecer esta evangelización popular. Cosa que logrará de mejor manera en la medida que entienda este proceso y encuentre acciones pastorales que sintonicen con el mismo. La piedad popular latinoamericana, a pesar de su aparente autonomía, es expresión de una fe que se reconoce en referencia a la Iglesia. En Navega mar adentro los obispos argentinos dirán que “es un hecho alentador y un regalo de Dios, que un gran número de bautizados expresan su fe católica mediante los gestos de la piedad popular, con hondo sentido de la trascendencia, y de esta forma mantienen su vínculo con la Iglesia católica” (NMA 91).

El escenario cultural de la Nueva Evangelización

Los Lineamenta para el Sínodo, en el número 6, al describir el “escenario cultural de fondo” en el que se moverá la Nueva Evangelización hace hincapié casi exclusivamente en el fenómeno de la secularización. Explica que el secularismo es un estilo de vida que está “radicado de un modo particular en occidente” y que “imagina la vida del mundo y de la humanidad sin referencia a la trascendencia”. Esta “forma cultural invade la vida cotidiana de las personas y desarrolla una mentalidad en la cual Dios está, de hecho, ausente, en todo o en parte, de la existencia y de la consciencia humana”.
Evidentemente, el secularismo es un fenómeno creciente y preocupante en nuestras sociedades, sobre todo en los niveles socio-económicos medio y alto. Aun así, debe reconocerse que en América Latina, donde vive la mitad de la Iglesia católica, el escenario cultural es diverso al de Europa. Las grandes mayorías de pobres que pueblan nuestro continente viven según un estilo de vida que poco ha sido tocado en su núcleo por la secularización. En ellos, la espiritualidad popular ha sido un eficaz antídoto frente a este modo de vida que viene de los países más desarrollados. En efecto, si el secularismo se caracteriza por proponer una humanidad cerrada a la trascendencia y una actitud existencial en la que Dios está ausente, la espiritualidad de nuestros pobres se caracteriza por la apertura a lo divino y por tener permanentemente presente a Dios en la vida cotidiana. En este sentido, Aparecida afirma que esta espiritualidad “en el ambiente de secularización que viven nuestros pueblos, sigue siendo una poderosa confesión del Dios vivo que actúa en la historia y un canal de transmisión de la fe” (DA 264).
Por eso parece adecuado que la Iglesia latinoamericana enriquezca la mirada de la Iglesia universal complementando la visión cultural europea, que pone foco en el secularismo, con una visión autóctona que dé cuentas de las riquezas que Dios despliega entre nosotros en la vida cristiana de los más pobres.

Dilema siempre actual

Por último, recordemos que “en el ámbito de la piedad popular la Iglesia cumple con su imperativo de universalidad” (DP 449). Por eso, el desafío de la Nueva Evangelización de nuestro continente vuelve a hacer actual la disyuntiva que presentaban los obispos en Medellín y en Puebla: “Esta religiosidad pone a la Iglesia ante el dilema de continuar siendo la Iglesia universal o de convertirse en secta, al no incorporar vitalmente a sí, a aquellos hombres que se expresan con ese tipo de religiosidad” (Med VI, 3; DP 462).
Enrique Ciro Bianchi
1.11.2011
Solemnidad de Todos los Santos.

domingo, 3 de abril de 2011

No anteponer nada al amor del pobre sino el amor de Cristo, del cual deriva

Hay imágenes de nuestra infancia que permanecen grabadas de un modo indeleble en nuestro espíritu. Algunas refieren a acontecimientos significativos de nuestras vidas, pero hay otras absolutamente triviales que sin embargo resisten tenaces desafiando al olvido. Voy a contar una que sale a mi encuentro con cierta frecuencia. Es una breve escena de una película de Sandrini, de esas en blanco y negro que daban los domingos por la tarde. Este conocido actor personificaba a un cura muy pintoresco, que intentaba convencer a un empresario inescrupuloso para que no quite su apoyo a un hogar de niños pobres. En un momento, la insistencia era tanta que el rico explota y dice: “¡Los pobres! ¡Los pobres! ¡Tienen toda la Biblia a favor de ellos! ¿Qué más quieren?”.

Es fuerte la frase, sintetiza y corrompe una verdad profunda, tal vez por eso no es fácil de olvidar. Se asemeja al cinismo profético de Caifás, que para condenar a muerte a Jesús dijo: “es necesario que un hombre muera por el pueblo” (Jn 11,50). Ambas afirmaciones tocan nervios centrales del mensaje cristiano. El sumo sacerdote dice que la muerte de un hombre puede salvar al pueblo, pero se niega a reconocer en Jesús al Salvador. Al moderno Epulón no le interesa que la enseñanza de Cristo influya en su conducta, pero reconoce que éste nos reveló que el corazón de Dios ama a los pobres con una especial predilección.

El Dios de los pobres

Son muchos los testimonios bíblicos de esta preferencia divina. No es este el momento para presentar un elenco detallado, pero nombraremos algunos que vienen fácilmente a la memoria de cualquier lector familiarizado con la Sagrada Escritura. Comencemos por recordar que para salvarnos Dios no sólo se hizo hombre, también “se hizo pobre” (2Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está signado por la pobreza. Esta salvación vino a nosotros a través del de una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en los suburbios de un gran imperio. El Salvador no nació en un palacio rodeado de atenciones. Ni siquiera en una humilde habitación. Nació entre animales, como lo hacían los hijos de los más pobres. Fue presentado en el Templo ofreciendo dos pichones de palomas. Ésta era la ofrenda de los pobres, de quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lev 5,7). Creció en un hogar de trabajadores y trabajó con sus manos para ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar el Reino lo seguían multitudes de desposeídos. En ellos estaba el signo de que Él era el verdadero Mesías: “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar el evangelio a los pobres” (Lc 4, 18). A la muchedumbre cargada de dolor, de sufrimiento, agobiada de pobreza, les dijo que Dios los tenía en el centro de su corazón: “¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!” (Lc 6, 20). Con ellos se identificó: “Tuve hambre y me diste de comer”, y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cfr. Mt 25, 35s). En el momento de su pasión, se hizo pobre hasta el extremo. No sólo sin dinero, no tuvo ningún poder mundano. Fue juzgado y condenado injustamente. En esa hora tan difícil, sus verdades fueron –como dice Martín Fierro de las razones de los pobres- “campanas de palo”.

Podrían llenarse muchas páginas con testimonios de la Sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia sobre la centralidad de los pobres en el plan divino. No es esa la intención de este artículo. Más bien nos proponemos presentar algunas reflexiones sobre las implicancias que trae esta preferencia divina para nuestra vida de fe. Sobre todo mirada desde América Latina, donde los pobres se cuentan por millones y en su gran mayoría son hijos de la Iglesia por el bautismo. Más específicamente, nos detendremos en algunas consideraciones teológicas que hace Rafael Tello, un teólogo argentino de quien se dijo que “nadie se acercó teológicamente al pobre como él” (Víctor Fernández, “El padre Rafael Tello: una interpelación todavía no escuchada”, Vida Pastoral 236, [página]).

La Iglesia hace una opción por los pobres.

Como consecuencia del amor singular que Dios muestra hacia los pobres la Iglesia hizo una opción de preferencia por ellos. El Concilio Vaticano II ofrece el clima propicio para que afloren verdades tan viejas y tan nuevas como ésta. Se proclama, por ejemplo, que la Iglesia para comunicar a los hombre los frutos de la salvación quiere seguir –a ejemplo de Cristo- el camino de la pobreza y que “reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo” (LG 8).

Esto se vuelve a decir con acento latinoamericano en Medellín y en Puebla. Allí, los obispos deliberan teniendo ante sus ojos la “miseria que margina a grandes grupos humanos […] que como hecho colectivo es una injusticia que clama al cielo” (Med Jus, 1.1), y “las tremendas injusticias sociales existentes en América Latina [que] mantienen a la mayoría de nuestros pobres en una dolorosa pobreza, que en muchísimos casos llega a ser inhumana miseria” (Med Pobr, 1.1). En ese contexto proclaman que la Iglesia latinoamericana quiere hacer una “clara y profética opción preferencial y solidaria por los pobres” (DP 1134).

Juan Pablo II toma decididamente esta bandera y –rodeado del Episcopado latinoamericano- le dice a los desposeídos de toda la América oprimida: “En este momento solemne deseo reafirmar que el Papa, la Iglesia y su Jerarquía, quieren seguir presentes en la causa del pobre” (Homilía durante la misa por la evangelización de los pueblos, Santo Domingo, 11/10/1984, 5 [en adelante HSD]). En Sollicitudo rei Socialis hace extensiva esta opción para toda la Iglesia y la describe como una “forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia” (SRS 42). Más aun, en Novo Millennio Ineunte afirma que la Iglesia se juega su fidelidad a Cristo en concentrar su amor en los pobres. Allí interpreta el pasaje de Mt 25, 35 (“tuve hambre y me diste de comer”) no sólo como una invitación a practicar obras de misericordia, sino como una “página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo. Sobre esta página, la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia” (NMI 49).

También Benedicto XVI proclamó esta opción pisando suelo americano. Al inaugurar la Conferencia de Aparecida remarcaba la raíz teologal de la misma: “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (citado en Aparecida 392).

La opción por los pobres y nuestro tiempo.

Así como esta opción se vive entre pobres concretos, también se da en una historia determinada. En nuestro continente, el marco histórico vivido en las décadas del 60 y del 70 influyó decididamente en la forma en que la Iglesia buscaría concretar esta opción evangélica. Por esos años irrumpió la conciencia de lo escandalosa e inhumana que resulta la brecha entre ricos y pobres. Grandes cantidades de jóvenes forjaron sus sueños teniendo como norte la liberación de los pobres de las estructuras injustas que los oprimen. Algunos desde su fe en Cristo, pero otros desde cosmovisiones no cristianas. La opción por los humildes no fue patrimonio exclusivo de la Iglesia, ésta tomó muchas formas. Las fronteras entre las motivaciones evangélicas y las ideológicas eran muy difusas y por momentos la urgencia por una justicia tan largamente esperada podía opacar la riqueza cristiana de esta búsqueda. A esto se sumó la dolorosa violencia fratricida que extremó algunas posturas y aumentó las desconfianzas.

Tal vez por ese pasado -aun reciente- desde algunos sectores de la Iglesia se observa con cierto recelo todo trabajo con los pobres que sea más que la mera ayuda material. A pesar de que en la doctrina cristiana está claramente fundamentada y urgida esta preferencia, no faltan los que huelen un tufillo ideológico entre las banderas de los pobres.

No obstante, parece que en nuestra Patria Grande estamos viviendo una nueva etapa que puede ser un punto de inflexión a este respecto. Entrando a la segunda década del siglo XXI, poco a poco las heridas del pasado se van cerrando y amanecen nuevos tiempos. Esta nueva hora se presenta propicia para dejar atrás las desconfianzas y volver a contemplar sinceramente el misterio divino encerrado en la vida de los pobres. La Iglesia, como Cristo, ha sido enviada “a evangelizar a los pobres” (Lc 4, 18) y en la medida que es fiel a esa misión se encuentra con la fuerza más viva de sus entrañas. Siempre está llamada a renovarse volcando sus energías en poner en el centro a quien está tirado al borde del camino. El siglo XXI le presenta un sinfín de desafíos que sólo podrá enfrentar revestida del poder de un Dios que eligió hacerse frágil y con la sabiduría de quien “eligió lo que el mundo considera necio” (1Co 1,27).

Rafael Tello: No anteponer nada al amor del pobre…

En este contexto, un pensamiento teológico sólido y profundamente evangélico como el del padre Tello puede ser una rica veta a explotar para que los cristianos nos enriquezcamos contemplando el rostro de Cristo en los humildes. Su propuesta teológica y pastoral está transida por la centralidad del pobre en el plan divino. Dice en uno de sus escritos: “No se puede anteponer nada al amor del pobre sino el amor de Cristo, del cual deriva” (Tello, Anexo XVIII a Epístola apostólica sobre el jubileo del año 2000, inédito, 1995). Tal vez esta frase de sabor benedictino sea una buena síntesis de la radicalidad evangélica con la que entendía Tello el amor a los pobres. Es claro que en su planteo la preferencia debida a los pobres no se funda en motivos ideológicos ni sociológicos, sino que hunde sus raíces en razones teológicas. Cristo nos revela que los pobres ocupan un lugar central en el corazón de Dios y es ese amor preferencial de Dios lo que inspira la elección por estos predilectos del Señor. La Iglesia opta por los pobres porque Dios optó por los pobres.

Con esto tampoco cae en el extremo de espiritualizar la pobreza. Afirma sin ambages que los destinatarios de esta opción son aquellos que son socialmente considerados pobres y que esta preferencia incluye el compromiso por renovar las estructuras que los excluyen. Aunque la escandalosa desigualdad social no sea el fundamento último de esta opción, la lucha por un orden social más justo es una de las formas de concretizarla. Además, contemplar la vida de los postergados y encontrar un misterio divino en ella no significa que se esté canonizando la pobreza material. Ésta es un mal físico, como lo es la cruz, y si bien a ambas Dios puede disponerlas para la obtención de un bien mayor, al hombre le corresponde luchar para sobreponerse a estos sufrimientos. Los cristianos debemos acompañar esta lucha de muchas maneras. La construcción de una sociedad en que los pobres puedan vivir felices es una tarea siempre pendiente.

Una aclaración que vale la pena en este punto: el hecho de que se trate de pobres concretos no impide que pueda vérselos con un criterio teológico antes que sociológico. Así como los enfermos que curaba Jesús eran enfermos según la consideración médica y nadie sostiene que las curaciones eran un hecho médico.

Este teólogo entiende que la opción preferencial por los pobres presenta dos aspectos. Por un lado, se trata de que los necesitados sean objeto de la misericordia de los cristianos, de que la Iglesia –impulsada por este amor de preferencia hacia ellos- destine sus mejores recursos a atenderlos. En este sentido se la presenta generalmente y su aceptación no provoca mayores problemas, aunque muchas veces –como reconocen los obispos en Aparecida- “corre el riesgo de quedarse en un plano teórico o meramente emotivo, sin verdadera incidencia en nuestros comportamientos y en nuestras decisiones” (Aparecida 397).

Pero esta opción a la que invita el magisterio de la Iglesia presenta otro rasgo más importante, que toca más profundamente el corazón de la revelación divina. Se trata de aceptar la centralidad del pobre tal como la presenta el Evangelio. Reconocer a los pobres como verdaderos constructores del Reino. Dios es “el Dios de todos, pero otorga su primera misericordia a los desposeídos de este mundo” (Juan Pablo II, HSD, 5). Son los pobres los primeros amados por Dios y llamados a la Iglesia.

Así entendida, la opción por los pobres no consiste primeramente en ayudarlos, sino en aceptar que por los pobres se va a fundar y establecer el Reino de Dios. Comentando el pasaje de Lucas que dice “cuando des un banquete invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos” (Lc 14,13) se pregunta: “¿Nos damos cuenta de lo que sería esa reunión con tales comensales pobres, lisiados, paralíticos, ciegos, etc.? Pues eso es lo que Cristo quiere para su Iglesia. Y lo quiere urgiéndolo: ´recorre enseguida las plazas y las calles de la ciudad y trae aquí a los pobres´ (Lc 14, 21)” (Tello, La nueva evangelización, 96).

De este modo, Tello “llega hasta el fondo de lo que significa optar por el pobre; porque no se limita a invitar a la promoción social de los pobres, ni a promover una tarea evangelizadora entre ellos” (Víctor Fernández, “Con los pobres hasta el fondo. El pensamiento teológico de Rafael Tello”, Proyecto 36, 6).

Desde esta perspectiva, la opción por los humildes se trata esencialmente de que la Iglesia reconozca la primacía del pobre en el plan de salvación tal como lo presenta la Biblia: “La Iglesia es así. La Iglesia es la Esposa, el Cuerpo de Cristo, y es la Iglesia de Dios, y es la Iglesia de los pobres primeramente, no exclusivamente, porque a ella han sido llamados y para ella amados (y aun, en cierto modo, preferidos) primero pero no exclusivamente, como de muchas maneras lo atestigua la Sagrada Escritura” (Tello, La nueva evangelización, 41).

Buscando la raíz última de esta preferencia divina, Tello afirma que –según la revelación de Cristo- la redención llega a todos a través de los pobres. Dios salva por Cristo hecho pobre y muerto en la cruz. La pasión redentora del Salvador continúa en los murientes de hoy. Ellos son los primeros salvados y desde ellos se derrama la salvación a todos: “La salvación se opera ante todo en favor de los pobres y, consecuentemente, para todos” (Tello, La nueva evangelización, 34).

En los pobres está Cristo sufriendo por nosotros. Bien lo entendía una santa de nuestro tiempo: “Necesitamos la profundidad de los ojos de la fe para ver a Cristo en el cuerpo roto y en los vestidos sucios, bajo los cuales se esconde el más bello de los hijos de los hombres” (Teresa de Calcuta, Tú me das el Amor, 126). Clavados en su cruz cotidiana, colaboran con la redención completando la pasión de Cristo. Él vivió pobre y desde su condición de pobre realizó su obra de misericordia, redención y liberación. Y quiso completar su pasión en el tiempo a través de los pobres, haciéndolos cooperadores de la salvación. Esto toma especial relevancia en nuestro pueblo, donde la mayoría de los más humildes son bautizados y por tanto son miembros de Cristo y se hallan identificados con Él. Así como Dios eligió salvarnos del pecado y de la muerte por medio de su Hijo muerto en una cruz, hoy sigue derramando su salvación a través de otros hijos sujetos a la cruz que son los pobres.

Al contemplarlos, sin exageración se puede decir de ellos lo que anticipaba Isaías del Salvador: “despreciados, desechados por los hombres, abrumados de dolores y habituados al sufrimiento, seres ante los cuales se aparta el rostro, tenidos por nada… detenidos y juzgados injustamente, sin que nadie se preocupe de su suerte” (cfr. Is 52-53). Ellos participan de la cruz de Cristo y en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Aun sin saberlo –como el pagano Ciro no sabía que había sido elegido por Dios para liberar a Israel- con su vida pobre y sufrida colaboran con la liberación que Cristo nos trajo a todos.

No hay que pensar que este modo de entender la centralidad de los pobres en el designio divino excluye a quienes no son pobres. Siguiendo a Puebla, que enseña que la opción por los pobres “no debe ser exclusiva ni excluyente” (DP 1145), Tello entiende esta opción en el marco de una pastoral popular que es para todos: pobres y no pobres. Aun así, es claro que en la expresión “opción preferencial pero no exclusiva” el acento debe ponerse en el primer término y no en el segundo. Leer esta frase y detenerse en el “no exclusiva” pasando por alto el “preferencial” no parece hacer justicia al sentido de la afirmación. La solicitud maternal de la Iglesia debe manifestarse a todos sus hijos, pero hay que salvaguardar esto sin diluir una opción real por el pobre concreto.

Tello lo explica claramente: “La opción por los pobres ha de ser no exclusiva ni excluyente. Pero siendo tal ha de ser juntamente preferencial y no sólo según la acción de beneficencia externa sino también y principalmente según el afecto, es decir la caridad interna, por la cual ‘es necesario amar a un prójimo más que a otro’ (ST II–II, q26, a6), por Dios que ama también preferencialmente a unos, al pobre, cuyo Corazón la Iglesia lo conoce muy bien pues el mismo Dios se lo ha revelado” (Tello, Nota (f): La opción por los pobres, inédito, 20-21).

En los pobres la Iglesia se encuentra con su Fundador, por eso esta preferencia “lejos de oponerse a la universalidad de la misión constituye el camino evangélico por excelencia para realizarla” (ibíd., 23). Desde esta perspectiva, “el principal camino evangélico para llegar a todos no parte de los desarrollados y ricos para extenderse por la comunicación de bienes hasta los pobres, sino más bien al contrario se concentra en estos sedientos de dignidad y libertad para desde ellos abarcar a todos” (ibíd., 24).

Poniendo el ejemplo del amor que se vive en torno al lecho de un enfermo, explica con llaneza cómo puede amarse a todos pero manteniendo la preferencia por el más débil: “Si se acompaña a un enfermo amado se puede acompañar y alentar a los que cuidan del enfermo, pero no porque cuidan de él, sino por ellos mismos. El cuidado y aliento se concentra en el enfermo y de allí se derrama a los demás. Tal vez serían amados aunque no existiera el enfermo, pero al existir él y con ocasión de él, el amor se acrecienta, se colorea y se derrama más abundantemente sobre los otros. Algo así debe ocurrir con la preferencia por los pobres” (Tello, La nueva evangelización, 40).

Si bien ésta es una opción de toda la Iglesia, esto no quita que algunos miembros “haciendo suya la opción de la Iglesia toda, puedan elegir trabajar sobre partes no pobres del conjunto social” (Tello, Nota (f): La opción por los pobres, 27). Aun así, sea cual fuere la función apostólica de cada uno, la preferencia por el pobre debe teñir la vida pastoral de la Iglesia. Tello sostiene que –paradójicamente- no se trata de una opción optativa. Es como la opción por Cristo, si bien la hace cada persona desde su libertad se trata de una elección obligatoria para el cristiano: “la opción requiere libertad física y psicológica pero no necesariamente libertad moral, es decir no-obligatoriedad moral; así lo esencial de la vida cristiana es la opción por Cristo, la cual es opción real y obligatoria, que se renueva -a veces más expresa y solemnemente- en diversas circunstancias, del mismo modo la opción de la Iglesia por los pobres es moralmente obligatoria, y es verdadera opción, renovada expresamente en ocasiones” (ibíd., 13).

Conclusión

A modo de breve recapitulación, digamos que auscultando los sentimientos divinos en la Escritura y en toda la Tradición de la Iglesia encontramos que los pobres ocupan un lugar de privilegio en el corazón de Cristo. Él, varón de dolores, salvó al mundo por su sufrimiento redentor y los eligió para unirlos más a sí y continuar su redención a través de sus vidas cruciformes.

Los cristianos, llamados a tener los mismos sentimientos de Cristo, también estamos llamados a poner a los pobres en el centro de nuestro corazón. Nuestra fe cristológica nos impulsa a amarlos preferencialmente. Éste es el fundamento de la opción por ellos que hace la Iglesia, que busca en los humildes, en los despreciados, en los murientes, a un Dios que –como decía el cura Brochero- “es como los piojos: está en todas partes, pero está más cerca de los pobres” (E. Bischoff, El cura Brochero, 167).

Enrique Ciro Bianchi